LA MURALLA DERRUMBADA


Una historia bordada con alma y vida

Protegida por la oscuridad de una noche que pronto cederá su lugar al sol, se desliza con un movimiento perfecto y silente hacia el cuerpo que tiene al lado. Al llegar, encuentra, sin buscarlo, un rincón por donde, inexplicablemente, su cabeza entra y se acomoda suavemente.
Él la recibe y quiere dormir pero no puede porque se da cuenta de que es el inicio de un momento que debe vivir. Ella cierra los ojos, pero tampoco duerme. Es una hora mágica en el amanecer de la llanura.
El incomparable inicio del día surge en medio de las sombras y acaba cuando el sol ya asciende imparable. Un período de más de tres horas durante el cual escucharon mil sonidos, hablaron mil susurros, hicieron mil movimientos y miraron mil imágenes. Fueron dos viviendo la vida, como si ése fuese su último amanecer.
Era el amanecer en los dominios del cumare, cuando la luz llegó en medio de voces suaves y cuando apareció por primera vez, saliendo de las brumas, sonriendo suavemente, insinuando su intimidad, danzando entre telas blancas y trepando ágilmente, la pequeña felina que se apoderó de la mañana. Es la misma que siguió apareciendo posteriormente y cada vez con movimientos más suaves y precisos.
Se mueve lentamente, el cabello cayendo en parte sobre su cara, mirando fijamente, levantando con gracia musical sus piernas, hasta acomodarse en su sitio preferido, allá arriba.
Cuando está en la cumbre, sonríe, avanza, retrocede y se balancea hasta que se encaja y forma un puente que la une con otro mundo. Y se ve feliz. Se siente feliz, Se escucha feliz. Rompe sus vidas anteriores en fragmentos irreparables y viaja camino de una plenitud que ni ella puede explicar.
Ese viaje celestial, hacia la inmensidad, es el segundo que emprendió desde su asombrosa transformación del año diez, y casi que paralelo a otro viaje, éste sí terrenal, pero compuesto, como aquél, de varias etapas. En la primera, descendió en medio de precipicios y túneles hacia la puerta de la enorme llanura, cantó a unas tierras nuevas para ella y retornó a la enorme urbe. Hizo un paréntesis rural en el oriente agreste y montañoso -donde alguna noche de su segunda vida tuvo una cita con estrellas y mariposas-, pero una voz imperiosa la hizo correr de regreso, para que viviera la segunda etapa, la que empezó en una tarde sin itinerario, persiguiendo al gran río en su recorrido hacia el norte.
En este segundo capítulo del viaje terrenal, ve al río lejano, a su izquierda, como una gran cinta blanca que forma un valle; lo ve bajo sus pies, agresivo, café y ruidoso en la mañana del cielo ondaima; lo ve a su derecha, más calmado, poniéndole límites a la cordillera; lo atraviesa de nuevo, más ancho y tranquilo, al borde de la puerta de oro departamental; lo busca en las tinieblas del puerto donde la reciben como reina en el castillo de Arce; lo contempla de nuevo inmensamente ancho en el territorio de Berrío, y se maravilla con su magnífico paso en la madrugada barrameja, al lado de los pescadores.
Después de diez jornadas intensas de su nueva vida, vivió una tercera etapa en la tierra templada bordada de cafetos, en cuya perla descubrió que su otro viaje, el celestial, de anocheceres impetuosos y amaneceres lentos, estaba cambiando aceleradamente, superando los obstáculos que la naturaleza protectora había puesto, para descubrir que había una ruta alegre por la cual la felina seguiría ascendiendo a las nubes.
En la cuarta etapa se dirigió a las montañas verdes donde él la esperaba, refugiado en lo alto de una decena. Y allá encontró lo que nunca había experimentado: el camino a la plenitud ya no tenía escollos y le permitió ser transportada por encima de las nubes y los cielos, al planeta donde nunca pensó llegar. Y de nuevo fue la pequeña felina, pero mucho más ágil, con movimientos impensados, encajada a fondo en la felicidad que emergía de la vida y se sintió llena de una energía diferente. Se transforman, sin que lo perciba, sus ojos, su cara, su piel, su sonrisa, su alma y su vida.
Si se puede hablar de un punto de inflexión en su vivir, ése fue; de un día de cambio de rumbo, ese martes; de una hora en la que todo se enloqueció, la del mediodía; de un mes que no deberá olvidar, el del dios Jano; de un lugar donde vibró, allá arriba, ascendiendo al número diez.
Fueron dos sus viajes simultáneos, cada uno de cuatro capítulos. Llanura, río, café y montaña los enmarcaron. Y al fin de ese recorrido, pudo comprender la intensidad de las sensaciones que desconocía, criticaba, distorsionaba, temía y prejuzgaba.
Pero es justo advertir que ambos viajes, el terrenal y el celestial, tuvieron un prólogo en medio del calor, muy cerca del mismo río amigo, un fin de semana, el último diez del año diez, al que acudió con su mente confundida y temerosa, y donde sufrió por la inquietud de su mente y por la férrea barrera que cerró sus caminos, pero de donde salió decidida a vivir.
Bajo el influjo poderoso de una vida que ya no quería, había formado una muralla infranqueable, construida con cimientos de décadas oscuras, paradigmas tatuados en su corazón e inconfesables mitos fijados a su cerebro por antepasados inmersos en el oscurantismo, por arciprestes de temerosos discursos, torcidos pensamientos y presbiterales atavíos, y por misteriosas féminas de aparente sublimidad y escudos monacales.
Pero ella decidió, en algún momento de su segunda vida, que era hora de tumbar la muralla y la fue derribando progresivamente, hasta que, por feliz coincidencia, cuando ya había debilitado los cimientos de esa ignominia, se encontró con la posibilidad de entrar en el prólogo del diez del diez, donde la enorme pared empezó a venirse abajo. Y unió a su poderoso mortero mental, la fuerza extra que le generaron sus dos periplos: el terrenal, loco y vivencial, y el celestial, alucinante y sensual, donde su cerebro ganó tanta fuerza que se hizo invencible y donde solo escombros quedaron de la fortificación.
Un proceso difícil de vivir con cualquier otra mujer fue el que conoció el desquiciado explorador que la acompañó en esas rutas y quien tenía el reto de colaborar en el surgimiento de los nuevos tiempos. La recibió temerosa y acorazada, la sintió evolucionar ansiosa y desprejuiciada, y la vio convertirse en una felina feliz, trepando sin temores hacia las alturas, aprovechando unos caminos antes torturantes ahora convertidos en suaves senderos.
La historia empezó en el diez, tuvo un prólogo en un diez, experimentó diez jornadas antes de sentir que ya no había barreras para vivir, y tuvo el momento de graduación de su tercera vida en el diez, al lado de la calle diez. Nunca imaginó cuánto significado podría tener un número.
Es ahora más felina, con nuevas ideas que le asaltan su enloquecido cerebro, que por años no tuvo esas preocupaciones. Vive intensamente cada momento. Se sumerge tanto en cada episodio solemne, que ya no construye barreras sino una laguna, cada vez más grande y cada día más llena de agua mágica. La laguna no cabe en su embalse y se desborda en cataratas magníficas, sorpresivas, estremecedoras e indefinibles, sobre las cuales ella ignora que son un premio que le tenían reservado los moradores del Olimpo para cuando decidiera navegar por las galaxias.
Cuando él ya ha bebido parte de esa laguna y se ha bañado con otra cantidad de ese líquido fascinante, piensa en lo que ha visto de esa felina, que despertó a una nueva vida cuando ni ella misma podía imaginarlo. Y la película de esa transformación increíble empieza a pasar por su mente, y la ve, la siente, la escucha, la toca, la recuerda, la oye, la observa, la recorre, la saborea, la guía y se da cuenta de que sólo ahora, la puede conocer.
La recuerda sentada en la terraza, en las jornadas del prólogo, vestida de negro, en apariencia firme, en realidad dubitativa, con ojos indecisos, corazón acelerado y manos que sólo tocan el aire.
La recuerda nerviosa, a su lado, en el amanecer que cantaron mil voces, y la ve apremiada por demostrar sus habilidades de inmodesto chef.
La oye hablar con una voz diferente de la que siempre tuvo. Un delicado sonido generado en su alma y provocado por los temblores de su mayor cofre, protegido por lustros en la sombra, pero ahora descubierto y anhelante de luz vital.
La siente pegada a su piel, adherida con fuerza, imposible de separarla cuando el sol está naciendo y la dota de rayos adhesivos.
La lleva de la mano a que vea, toque y sienta, y ella se deja, al principio, temerosa; al otro día, confiada, y a la semana siguiente, alegre.
Se deja guiar por ella debajo de una fuente donde al fin su tacto deja de aprisionar sólo el aire y se dedica a cuidar y pulir su nuevo imán, dándose cuenta de que lo puede transfigurar.
La ve gozar del paisaje de montes impresionantes que desembocan en un nuevo clima de planicies sin límite, donde sonríe y canta, bebe vino y sueña, se enfurece y se calma, duerme agotada y revive entusiasta.
La recorre despacio, acompañado de manjares y vinos, atraído por la sensación de descubrirla y conocerla a fondo, gracias al cuidadoso trabajo que ella hizo para despejar todos los recodos de su paraíso.
La siente deslizarse hacia él en ese amanecer en el que se convirtió en felina y en otras madrugadas oscuras que se iluminan al tiempo que ella escala.
La ve caminar con un ritmo diferente, apoyada en un rojo que le brinda un aire juvenil, atravesando con paso alegre una plaza cuyo aire huele a victoria.
La escucha, sorprendido, cuando llega presurosa a contar que luce prendas pensadas sólo para alterarlo más, para que no resista su color, sus dimensiones y su apariencia, y goce con la imagen de la vena que sube al infinito.
La lleva por calles estrechas y pendientes, atiborradas de historia, en tardes grises que invitan a visitar pequeños lugares para calentar las almas y refrescar las gargantas.
La saborea despacio y por todos sus rincones, la noche en la que ella se dejó llevar a las alturas guiada por el impacto lácteo de sabores que la suavizaron.
La conoce a fondo, y más allá de cualquier atmósfera, en un mediodía alucinante, con el paisaje urbano al fondo, al paso que le enseña nuevas danzas rituales para el nuevo cuerpo de su nueva vida.
La sueña de blanco, el color que le debe dar un fulgor voluptuoso y que ostentará en nuevas jornadas, concebidas para paladear sabores vitales y navegar misteriosas rutas.
Está seguro de que toda esta historia fue bordada con alma y vida. Y si tuviera que sintetizarla en una frase lo suficientemente explicativa, diría que una muralla muy bien edificada, con cimientos que parecían fuertes y con un sistema de defensa siempre en alerta, se vino abajo en corto tiempo. Lucía tan poderoso ese paredón que pensar en su desmoronamiento era ilógico. Y sin embargo, cuando empezó a caer, quedó en evidencia que ni sus soportes, ni sus defensas, ni su estructura eran tan sólidas como parecían. Lo que hizo fuerte a la muralla durante tantos lustros no fue su arquitectura, sino la leyenda que surgió a su alrededor y los mitos de tiniebla que la aislaban del mundo.
Todo eso se fue al suelo. Cayó la muralla que no quería caer. Otro mundo, con un aire más limpio, surgió de esas ruinas. Antes de las jornadas marcadas por el diez, sus almenas eran recorridas por una vigilante sombría. Ahora, sobre las ruinas de esa enorme pared salta alegremente una felina vital. Y en ese mismo espacio construye, con delicadeza, un palacio del que no quiere salir.
Ж Ж
ВИДА

UNA MUJER DE BLANCO

La puerta se abrió de repente, a sus espaldas, y giró ante el ruido y el movimiento que percibió detrás suyo. Y al girar, la vio.
Todo su mundo se transformó en ese instante. Su mente, en frenesí; sus movimientos, en suspenso; su voz, enmudecida; y su mirada, paralizada. En ese instante el reloj se detuvo, los ruidos cesaron y el gran río, al fondo, no corrió más.
Todo fue en el momento sublime en que la vio, saliendo de esa puerta, estrenando una mirada imposible de olvidar y una sonrisa que lo invitaba a acercarse.
Y se acercó muy despacio. Sus cinco sentidos abarcaron a esa mujer de blanco y lo sumergieron en una atmósfera nueva que giraba alrededor de los dos.
Toda de blanco. Toda una expresión de ternura. Toda una emanación de sensualidad. Toda una musa para la imaginación.
Caminó y flotó para que la viera. Miró y sonrió para que la persiguiera. Brindó y tomó para que la deseara. Descansó y durmió para que la contemplara. Despertó y susurró para que la persiguiera.
Y lo llevó a las nubes, de donde no bajó sino cuando los ruidos de la novembrina mañana le indicaron que debía recuperar el sentido.

"Mucho"


Cuando llegó, cuatro soles antes del primer equinoccio, su mirada era tranquila, su expresión indiferente, sus ojos neutrales. Cuando habló, su tono era normal y su voz firme. Pero era como un alma sin emoción.

Fue inevitable que él reflexionara por un instante en eso. Aunque debía concentrarse en el tema de fondo, su mente le hizo pensar en que las más poderosas rocas tienen algún punto débil. Es humano mostrarse indiferente, pero adentro sentir un conflicto difícil de resolver entre lo que debe y lo que no debe ser.

“Mucho”, respondió con firmeza. E hizo explotar la alegría en el corazón del interrogador.

Y la roca, toda férrea e inexpresiva, tenía sin embargo un componente que delataba todo lo que su cerebro le prohibía expresar. Podía ser inexpresiva, podía traslucir frialdad, podía exhibir indiferencia, pero su atavío traicionaba todo aquello, casi que gritando que él era su destinatario.

El pensó en lo maravilloso que era ese mensaje. Aún más, sabiendo que no lo esperaba. Ni lo había imaginado, siquiera. Aunque ella no lo dijera, aunque nunca lo aceptara, aunque jamás lo reconociera, él ya sabía la emocionante verdad, que no necesitaba preguntar para confirmarla, porque si cayera en esa tentación, la magia perdería brillo.

“Mucho”, fue lo único que respondió. Y en esa palabra, toda la emoción que otras mil no tendrían.

Obedeció a su cerebro y no lo preguntó. Pero era para él. Estaba seguro. Su mente fue invadida entonces por un ejército de frases, imágenes, sonidos y sensaciones del pasado. Cortas, las primeras. Muy claras, las segundas. Suaves, los terceros, Y estremecedoras, las últimas.

Decidió que guardaría este episodio para él. Abrió un rincón de su mente y allí lo depositó, con un seguro imposible de destruir por los años. Lo grabó allí, con el olor del crepúsculo de ese momento, con el color de su apariencia terrenal, con el movimiento involuntario y rápido que dibujó en el aire y con la escena ficticia de verlo deslizarse en la penumbra.

“Mucho”, expresó con ojos muy abiertos. E hizo cerrar los de él, incapaces de ver lo que deberían ver.

Lo pensó un momento, pero desechó la idea. Quería decirlo, pero optó por no hacerlo. Fue el aroma de la bebida de su amigo Juan lo que quizá le demostró que no debería decirlo. Y se concentró en el tema fundamental de aquel encuentro, que minutos antes esperaba normal y hasta deseaba corto, pero que ahora encontraba fascinante y digno de alargarse.

Todo se confabuló para hacerlo filosofar. Es misterioso, e imposible de saber, porqué la emoción de sentirse destinatario de un mensaje sin texto lo condujo a revelar las ideas, confusiones y decepciones que se producen en su alma. O en lo que queda de ella.

“Mucho”, dijo, sin titubear. Y lo dejó mudo, como el ignorante que se sorprende de aprender algo que desconocía.

Quizá fue el descanso que le produjo el remolino de reflexiones que surgieron en el recinto que evoca pescadores, lo que le llevó no a preguntar lo que quería preguntar, sino a decir algo de lo que su conciencia veía. No debería decir más y no lo dijo.

Dos noches antes del equinoccio fue víctima de la misma conspiración. De nuevo, él era el destinatario de la imagen y el color. Y fijó sus ojos en ese mensaje, intentando descifrar lo que no podía porque socavar las mentes de las portadoras es tarea inalcanzable para un mortal. Pero siguió mirando. Y mirando, alzó el vuelo.

“Mucho”, y dibujó una sonrisa. Su semblante cambió de inmediato, con un gesto de alegría.

Cuando alcanzó las alturas donde el vuelo es más tranquilo, un elixir amigo le hizo compañía. Fue un sabor que dio paso a otro, imposible de describir, rojo y suave, que no saboreaba hacía varias lunas.

Y ese fue el momento en el que reveló lo que sabía. Lo hizo con orgullo, con la sensación de triunfo de saberse vencedor, con la euforia ególatra de quien nunca imaginó ese momento, pero quiere demostrar que lo vive con toda la intensidad.

“Mucho”, dijo, y calló. No tenía que agregar nada, ni explicar nada más. Suficiente respuesta.

Pudo sentir más. Aunque no lo merecía, recibió un permiso silente para recorrer caminos que evocan ensueños. No hay nada en el mundo que iguale ese recorrido. Pero, en la única muestra de sabiduría que tuvo, decidió no seguir por esa ruta, quizá porque algún temor le debe provocar.

Pero ello no le generó desazón alguna. Al contrario, se fue triunfador. Comprobó lo que sus ojos no percibían tan fácilmente, pero su corazón veía con claridad: era para él. En ambos días fue para él. Y antes de volver a su planeta, tuvo que abrir el rincón donde guardó la primera visión, para conservar también esta última.

Cuánta suerte trae un color, pensó. Y se hizo el propósito de agradecerle al sonriente amigo de las montañas, porque los mismos colores que orgulloso exhibe, son los que sacudieron su mente. Fueron colores que vio y sintió. No puede negar que hubiera querido ver cómo se evaporaban, pero, lo sabe, no lo merecía. Quizá haya un solsticio maravilloso para ello. Pero si no llega, su ego seguirá henchido de saber que provocó una transformación en quien parecía olvidar que vivir no es respirar.

“Mucho”, fue la respuesta.

“¿Todavía?”, fue la pregunta.

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BLANCO Y CANELA

“La puerta está abierta”. Sólo eso dijo la mágica voz, pero fue un mensaje tan claro y tan emotivo, que le hizo apurar el paso y subir aceleradamente las escaleras hacia el rincón de los inolvidables encuentros salvajes.

Era el navegante, que volvía para soltar el ancla en el mismo pequeño puerto donde llegó una tarde después del equinoccio de Marte, para luego perderse por 15 lunas, y reaparecer otra tarde, amparado por Juno, para volver a contemplar la estrella que la primera vez creyó haber visto brillar, y que luego lo alumbraría plenamente.

Y en efecto, la puerta del puerto estaba abierta. Al empujarla no se veía sino una clara oscuridad o una oscura claridad, no lo supo bien el navegante. Guiaron sus pasos las diminutas luces de las velas que le adentraron hasta el punto donde, sonriente y misteriosa, lo esperaba la estrella.

La primera visión estelar golpeó su cerebro, removió todas sus sensaciones y estremeció sus sentidos. Lucía para él. El blanco contrastaba con la canela, y el café le ponía aún más énfasis a la canela. Blanco, blanco, café y blanco, sólo cuatro aderezos adornaban la canela y le daban un aire al tiempo candoroso, al tiempo voluptuoso.

No lo resistió el navegante. Sus ojos abarcaron cuanto pudieron, antes de que el mando de los sentidos lo tomaran sus manos, ávidas de deslizarse por el tobogán de canela, que despertó todas las fuerzas de la vida.

Y una vez despiertas, esas fuerzas son incontenibles. Edificaron con rapidez y alegría una torre rosácea que la estrella se encargó primero de arrullar, para que fuera el estandarte que debería llegar hasta la profundidad de su cielo, y luego de catar, para dotarla de la máxima suavidad.

A la estrella, él no la había visto antes así, ni la había sentido así. “La puerta está abierta”, recordó. Y por eso, recorrió todos sus rincones, se deleitó con sus sabores y provocó en ella terremotos continuos, que sólo se calmaron cuando el camino del cielo recibió un arroyo impetuoso, que a su paso atravesó sus sentidos, hizo cantar a la estrella y electrocutó al navegante.

Las diminutas luces seguían haciendo su esfuerzo por vencer a la penumbra, cuando los dos enloquecidos adoradores de la vida quedaron fusionados, contando los segundos de un reposo solemne y alegre.

Dejó el blanco y el café y optó por un atavío terrenal para bajar al planeta a acompañar al navegante a probar frutas glaciales y exquisitas, a deleitarse con ellas, mientras sus corazones retornaban a su ritmo normal.

El navegante recorre, como loco sin reposo, mares y mares, pero siempre, en algún momento vuelve a la bahía de la estrella. Para ella, lo dijo, el no es un navegante cualquiera, sino el único que rema a través de su mar. El se va, siempre se va, pero vuelve.

E incluso pueden navegar juntos, como jornadas después, cuando atravesaron la ruta de su escape, con las olas a su izquierda, el verde a su derecha, para llegar al territorio del gran río, que calentó sus almas en la alborada siguiente.

Previamente, caminaron por esas tierras y endulzaron sus gargantas, para reposar en una playa, donde las tinieblas se apoderaron de sus sentidos.

Pero antes del alba, la estrella decidió anticiparse al sol y ostentar su propia luz. Esta vez fue ella quien despertó las sensaciones y agitó las aguas, porque el navegante estaba inconsciente, en las brumas silenciosas de la oscuridad.

Después de revivirlo, hizo que él sintiera de nuevo el poder de la canela, y ella enloqueció, descubriendo sensaciones atrapadas por quinquenios. Esa locura la hizo zarpar, pero esta vez, ella al mando. La estrella desplegó sus velas e izó la bandera, dirigió la derrota y jugó con las olas, escoró hacia un nuevo canal y finalmente gritó, al dejar una estela blanca en el mar.

Y de nuevo marcharon, por caminos diferentes. Volverán a encontrarse, si los dioses son propicios. En la mente del navegante queda grabado el juego de los colores que lo recibieron, la tarde de su regreso: canela sonriente, blanco doble, canela, blanco pequeño, canela suave, café largo y blanco elegante. Y más allá, rosado de varios matices. Una visión que quiere volver a ver.

Tiene algo más para no olvidar: él es el único que recorre el cielo, y así lo dijo el canto sideral. Y será el descubridor de la nueva senda que dará más luz a la estrella. Y será el privilegiado testigo y receptor de nuevas delicias, que sólo el verá y guardará, archivadas en su alma. Pero todo eso, claro, dependerá de los designios que bajen del Olimpo.

UNA ESTRELLA EN EL CARIBE



Aún de noche. Las luces de la avenida, al fondo, indican que el alba todavía demora en llegar.

Oscuridad allá, en el horizonte; luz intensa acá, en el espacio mágico de los exploradores de esa noche. La recorrieron toda y ya están cerca de dejarla atrás, guiados por la luz que proyecta la estrella del Caribe.

Y fiel a su rol de faro nocturno, la estrella ilumina ese momento con una nueva sonrisa infantil, con un nuevo gesto de alegría que quedará grabado, como muchos otros, en el cerebro del navegante. Para él, toda la ruta que juntos recorrieron en medio de la noche es un recuerdo que nunca se borrará de su mente y será, cada vez que lo abra, la razón de una alegría íntima que acelerará su corazón.

El navegante mira a la estrella y, guiado por su luz, antes de que el sol borre la magia, se lanza de nuevo a su encuentro, inspirado por las musas y alentado por los dioses, conciente de que vivir la vida era su deber en ese momento y que el mar lo esperaba de nuevo.

Era el mismo mar que nueve horas atrás empezó a navegar, cuando la estrella llegó a su encuentro. Con sus movimientos caribeños y una expresión de felicidad que contagió el ambiente, subió al barco que la debería llevar a un puerto desconocido, confiada en que el navegante sabría el rumbo, pero segura de que si él lo perdía, ella iluminaría la noche para retomar el norte.

En la nave, la estrella deja atrás su faz mundana y adopta su verdadera esencia, protegida sólo por el pequeño y alegre color que sabía que inspiraría al navegante.



Desde la proa, brindaron por la vida y los mares, seguros de que iniciarían una travesía especial, que se instalaría por siempre en un rincón de sus corazones. Brindis rojo que no olvidarán, aunque el paso de las lunas llene de tinieblas sus recuerdos. Brindis a la noche, por ser partícipe de un instante mágico. Brindis por el mar oscuro que la estrella alumbrará. Brindis por la vida, que les permitió esta jornada inolvidable. Brindis por el Caribe, que los reunió.


El navegante guía a la estrella en los primeros momentos del viaje. Con la inspiración de la que está llena su mente esa noche, hace que a cada minuto surja un nuevo rayo de luz de la estrella. Ella se deja guiar hasta que decide que ya es hora de que juntos exploren la inmensidad de ese mar y entonces, toma el mando y muestra al navegante la ruta de la vida.


Al tomar esa ruta, ambos estremecen la tranquilidad marina, forman olas inmensas, crean una tempestad celestial y se hunden hasta el fondo del océano, para emerger de nuevo, con sus almas renovadas, los latidos al máximo, y la estrella llena de una nueva esencia vital que le da más energía a su corazón.


El tenor que los acompaña desde los aires durante su inmersión oceánica convierte su potente voz en un murmullo tranquilizador y la estrella se refugia en la noche. Para el navegante, es hora de un nuevo brindis entre él y la vida, a quien ahora debe agradecer el instante.


El barco sigue su rumbo tras haber dejado esa tempestad mágica y el navegante, luego de su brindis, descansa, seguro de que la nave no perderá el rumbo porque ahora atraviesa aguas calmadas. La ruta es segura y permite que la estrella repose. De pronto, la proximidad del nuevo día la llamó a las sombras donde ella descansaba.


Lo primero que hizo fue revisar su entorno y encontró allá, a lo lejos, una bella oscuridad, y acá, muy cerca, un navegante inquieto, deseoso de que la noche no acabara. Fue entonces cuando, sin quererlo –porque merecía más reposo- iluminó el instante y llenó de nuevo de su calor al navegante, quien acudió a su encuentro, para desatar una nueva tormenta.


Cuando ya había luz en los cielos y el mar era azul, todo hacía presagiar calma en la ruta final hacia el puerto que ya se veía en el horizonte. Eso no era aceptable para un navegante que ha tenido la guía de una estrella y, aunque ya es de día, decide quedarse con algo de la luz de la estrella. Por ello, la atrae de nuevo y, de la mano de la aurora que llegó alegre, la inunda de vitalidad y ella, a cambio, le deja para siempre un rayo de su luz.


Tanta conmoción en tan poco tiempo es mucho más de lo que la estrella imaginaba y su alma, a punto de sucumbir bajo la presión de un amanecer agitado, le exige el reposo. Ella obedece y se pierde en las nieblas del sueño, hasta que el navegante le indica que ya anclaron en el puerto y es hora de dejar la nave. Ya en tierra, la magia no los quiere dejar y les insta a recordar el momento con la complicidad de un oscuro elixir que llena de sabores y aromas sus pensamientos.


Antes de que el navegante retome su perenne viaje, vuelve a ver a la estrella en encuentros de fantasía, en otras jornadas llenas de vida. Cada día que pasa es más brillante, como si reflejara la nueva energía que la inunda.


Pero Cronos indica al viajero que es hora de levar anclas, y a la estrella que ya debe volver al firmamento. En la noche oscura, cuando el navegante deja a la estrella, un imán invisible lo lleva hacia la gran pared de los antepasados. Antes de que ésta lo devore, gira y mira por última vez en su búsqueda. No la ve. Ella sí, porque para una estrella es más fácil romper la oscuridad.


Sus cartas de navegación son diferentes. Para el navegante, el camino está iluminado porque se lleva la luz de la estrella. Ella lo acompañará desde los cielos, hasta un día aún no fijado por los dioses. Y sólo ellos, desde su lejana e implacable sabiduría, determinarán si volverán a encontrarse y cuántas lunas tendrán que ver antes de volver a desafiar otro mar.


***

LA NOCHE DE LAS MARIPOSAS




1
No hubo estrellas esa noche. Quisieron brillar pero no pudieron porque las nubes decidieron tapar la bóveda con un manto enorme y ancho, con un solo resquicio para que la luna pudiera mostrar algo de su luz. Un espacio tan pequeño que el rayo de la luna no podía ser acompañado de un brillo estelar.

Había un responsable de que la noche se poblara de estrellas. Era su tarea. Fácil, si en o alto los dioses están propicios, difícil si ellos están contrariados, imposible si en manada las nubes se confabulan para obstruirla.

Y fue imposible. Miró al cielo sin hallarlas. Las buscó sobre las más cercanas montañas sin encontrarlas, y su vista giró sorprendida hacia las otras montañas, las de más allá, las que desde lo alto miran a sus pies un río sin reposo.

No las encontró. Falló el responsable. Sintió en ese momento que su misión se derrumbaba.

Pero no. Fue una decepción momentánea porque su mente recordó que en la noche anterior las estrellas estaban ahí. Y se alegró al pensar que había cumplido su palabra, que no había fallado a su cita con la vida.

Y entonces, a pesar del lejano techo oscuro, vivió el momento como si en vez de éste tuviera el telón azul, de lejanísimas luces brillantes que 24 horas atrás saludaron a los viajeros y que, casi sin que ellos lo notaran, les acompañaban mientras atravesaban las sombras de una cadena interminable de montañas negras.

Con ese recuerdo, el responsable retrocedió su mente las 24 horas y vio el cielo como tenía que estar. No le podía exigir más estrellas, porque su misión no tenía número. Allí estaban. Y la más brillante de todas lucia imponente, muy blanca, muy visible, muy brillante, muy sonriente, muy segura de que había ayudado al cómplice de las ideas quiméricas a llevarlas a cabo.

Y él le sonrió, capturó esa imagen en su mente y se aseguró de que quedará allí por siempre, en el rincón de donde nada la podrá borrar.

Entonces, cuando el escenario estaba listo y el telón era único, el mismo cómplice corrió a buscar a la cazadora estelar para mostrarle que su objetivo estaba ahí y que su deber era ir a su encuentro. Ella fue, subió al teatro donde se presentaban, las contempló por un minuto y se fue. No les concedió más tiempo.

El cómplice no sabe si ese tiempo fue suficiente para entenderlas. Cree que no, que merecían más, pero no comprendió que la espectadora tenía su mente llena de tareas mundanas, inaplazables, urgentes, inmediatas, ineludibles, que lamentablemente invadieron su mente y desplazaron de allí a las estrellas, venidas de tan lejos a cumplirle una cita con la vida.

Cuando ella descendió del escenario improvisado, dejó atrás los astros para volver a los asuntos terrenales. El cómplice quedó solo con las estrellas, les habló, les agradeció que hubieran acudido a su encuentro y les pidió volver a la siguiente noche, con la promesa de que tendría a la cazadora estelar lista para entenderlas. No prometieron nada, porque los astros no tienen ese deber y no confían en los cambios de los vientos, ni de las lluvias, ni de las nubes, ni de los humanos.

A la nueva noche, él volvió al escenario e hizo que la cazadora le acompañara. Ya no estaban las estrellas. Pero la tristeza momentánea dio paso a la alegría íntima de saber que a la cita original sí habían ido. Y el cómplice de las quimeras sonrió solo, sintió el abrazo de la vida, alzó su copa y brindó por el instante en que la cita se cumplió, su corazón recibió el brillo de las mil luces de la noche anterior y le habló a su alma con palabras que nadie oyó.

Tuvo dos oportunidades para realizar la reunión estelar. Eso fue más de lo que pensaba. En la primera, el cielo brilló, y él, preocupado por que la cazadora lo viviera, olvidó que cada oportunidad es única. En la segunda, ya no brilló el cielo y, asustado por un minuto, se alegró durante muchos otros porque las estrellas sí le habían cumplido. Lo hicieron en la primera oportunidad. La segunda ya no era obligación de ellas.

2
Al desandar el camino de las montañas antes negras, ahora verdes, el cómplice sintió que su tarea estuvo hecha, pero que la cazadora no estuvo atenta al milagro de las alturas y, por eso, no pudo atrapar ninguna de las estrellas. Y es que tenía que cazar al menos una para que su corazón se llenara de la fuerza impactante de la vida y que su alma se inundara de la luz que abre el camino para los terremotos inolvidables. Empero, no fue un error de la cazadora. Las circunstancias no estaban dadas para que ella atrapara una de las estrellas. Su alma se ha ido llenando de armas para defenderse contra el ataque de la oscuridad y ésa es su prioridad. Quería ver las estrellas, pero nunca pensó en atrapar una, porque de nada le serviría en la construcción de su muralla, porque con una estrella en la mano se ganan fuerza y luz, pero momentáneas. La muralla de la cazadora exige materiales de más resistencia y mayor duración.

Pero como el responsable de la cita con la vida no sabía eso, no lo entendió sino cuando en medio de la catarata nocturna y sin fin de los cielos rotos, reflexionó en lo que había sucedido y descifró su significado.

Rebobinó en su mente las dos noches. En la primera, cuando el cielo obedeció a los dioses, obsesionado en cumplir el sueño que le fue encomendado, tuvo un olvido imperdonable: también debió atrapar una estrella y no lo hizo. La disculpa con la que se consoló era que no podía tocar los adornos del cielo porque esa labor correspondía a la cazadora. Era cierto, sí, pero debió hacerlo. Y como no lo hizo, no descontroló la mente de la cazadora, empeñada como siempre, en cumplirle a la tierra, no a los cielos. Él debió sacudirle la mente, romper ese paradigma de hierro que la absorbe y hacerla pensar en nuevas rutas para el cerebro, en caminos sinuosos y desafiantes con ascensos y descensos, no en autopistas planas de aburrido transcurrir. No lo hizo. Y en consecuencia, el cómplice la esperó en vano. A su encuentro sólo llegó el tañedor, un criminal que rompió todos los sueños y los esparció por las calles vacías.

En la segunda noche, la del firmamento oscuro, ya no había cómo atrapar una estrella. No importaba, porque la misión estaba cumplida y eso era lo importante para el cómplice.

Estaba tan satisfecho de su trabajo que ya no había en su mente lugar para la misma espera.

Pero ningún cómplice es tan inteligente como para evitar que la vida lo estrelle contra un mar de sensaciones y el barco en el que navegaba tranquilamente esa noche, fue sacudido por una tempestad que sólo percibió cuando naufragó en ese mar y éste lo lanzó al refugio secreto de la cazadora. Ella también vivió la tempestad y fue sacudida por rayos de energía vital, pero no se dejó abatir por las olas.

Si ella hubiera atrapado una estrella, una sola, recuerda el cómplice bajo la lluvia
inacabable, habría desafiado la tempestad y se habría sumergido en el mar, segura de que en su fondo encontraría un terremoto que la sacudiría totalmente y de que con su propia energía daría paso a un río torrentoso que precedería a una laguna de aguas tranquilas. Pero como no tenía ninguna estrella, la cazadora no tuvo como enfrentar a las mariposas que la invadieron. Eran pocas al principio, cientos después, y miles cuando la noche ya era avanzada. Eran rojas todas, amigas sí, pero al tiempo barreras contra el desafío máximo de la existencia.

Y los dioses saben que esas mariposas sólo se pueden vencer cuando una cazadora ha cazado una estrella.

3
Es de día otra vez.

Al amanecer, derrotado por las mariposas, el cómplice mira desde el balcón el espectáculo que la naturaleza le regala y ve cómo la niebla sube, incontenible, desde el profundo abismo del río hasta más arriba de las cimas de las montañas. Es un camino que él no pudo hacer.

Es la hora de la reflexión. Y de pronto, cuando una nube veloz abre el gran telón verde, lo entiende: su misión al llegar a este rincón oriental no era luchar contra las mariposas, sino aportar un grano de arena a la alegría de la vida. Su tarea era ésa y nada más.

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