"Mucho"


Cuando llegó, cuatro soles antes del primer equinoccio, su mirada era tranquila, su expresión indiferente, sus ojos neutrales. Cuando habló, su tono era normal y su voz firme. Pero era como un alma sin emoción.

Fue inevitable que él reflexionara por un instante en eso. Aunque debía concentrarse en el tema de fondo, su mente le hizo pensar en que las más poderosas rocas tienen algún punto débil. Es humano mostrarse indiferente, pero adentro sentir un conflicto difícil de resolver entre lo que debe y lo que no debe ser.

“Mucho”, respondió con firmeza. E hizo explotar la alegría en el corazón del interrogador.

Y la roca, toda férrea e inexpresiva, tenía sin embargo un componente que delataba todo lo que su cerebro le prohibía expresar. Podía ser inexpresiva, podía traslucir frialdad, podía exhibir indiferencia, pero su atavío traicionaba todo aquello, casi que gritando que él era su destinatario.

El pensó en lo maravilloso que era ese mensaje. Aún más, sabiendo que no lo esperaba. Ni lo había imaginado, siquiera. Aunque ella no lo dijera, aunque nunca lo aceptara, aunque jamás lo reconociera, él ya sabía la emocionante verdad, que no necesitaba preguntar para confirmarla, porque si cayera en esa tentación, la magia perdería brillo.

“Mucho”, fue lo único que respondió. Y en esa palabra, toda la emoción que otras mil no tendrían.

Obedeció a su cerebro y no lo preguntó. Pero era para él. Estaba seguro. Su mente fue invadida entonces por un ejército de frases, imágenes, sonidos y sensaciones del pasado. Cortas, las primeras. Muy claras, las segundas. Suaves, los terceros, Y estremecedoras, las últimas.

Decidió que guardaría este episodio para él. Abrió un rincón de su mente y allí lo depositó, con un seguro imposible de destruir por los años. Lo grabó allí, con el olor del crepúsculo de ese momento, con el color de su apariencia terrenal, con el movimiento involuntario y rápido que dibujó en el aire y con la escena ficticia de verlo deslizarse en la penumbra.

“Mucho”, expresó con ojos muy abiertos. E hizo cerrar los de él, incapaces de ver lo que deberían ver.

Lo pensó un momento, pero desechó la idea. Quería decirlo, pero optó por no hacerlo. Fue el aroma de la bebida de su amigo Juan lo que quizá le demostró que no debería decirlo. Y se concentró en el tema fundamental de aquel encuentro, que minutos antes esperaba normal y hasta deseaba corto, pero que ahora encontraba fascinante y digno de alargarse.

Todo se confabuló para hacerlo filosofar. Es misterioso, e imposible de saber, porqué la emoción de sentirse destinatario de un mensaje sin texto lo condujo a revelar las ideas, confusiones y decepciones que se producen en su alma. O en lo que queda de ella.

“Mucho”, dijo, sin titubear. Y lo dejó mudo, como el ignorante que se sorprende de aprender algo que desconocía.

Quizá fue el descanso que le produjo el remolino de reflexiones que surgieron en el recinto que evoca pescadores, lo que le llevó no a preguntar lo que quería preguntar, sino a decir algo de lo que su conciencia veía. No debería decir más y no lo dijo.

Dos noches antes del equinoccio fue víctima de la misma conspiración. De nuevo, él era el destinatario de la imagen y el color. Y fijó sus ojos en ese mensaje, intentando descifrar lo que no podía porque socavar las mentes de las portadoras es tarea inalcanzable para un mortal. Pero siguió mirando. Y mirando, alzó el vuelo.

“Mucho”, y dibujó una sonrisa. Su semblante cambió de inmediato, con un gesto de alegría.

Cuando alcanzó las alturas donde el vuelo es más tranquilo, un elixir amigo le hizo compañía. Fue un sabor que dio paso a otro, imposible de describir, rojo y suave, que no saboreaba hacía varias lunas.

Y ese fue el momento en el que reveló lo que sabía. Lo hizo con orgullo, con la sensación de triunfo de saberse vencedor, con la euforia ególatra de quien nunca imaginó ese momento, pero quiere demostrar que lo vive con toda la intensidad.

“Mucho”, dijo, y calló. No tenía que agregar nada, ni explicar nada más. Suficiente respuesta.

Pudo sentir más. Aunque no lo merecía, recibió un permiso silente para recorrer caminos que evocan ensueños. No hay nada en el mundo que iguale ese recorrido. Pero, en la única muestra de sabiduría que tuvo, decidió no seguir por esa ruta, quizá porque algún temor le debe provocar.

Pero ello no le generó desazón alguna. Al contrario, se fue triunfador. Comprobó lo que sus ojos no percibían tan fácilmente, pero su corazón veía con claridad: era para él. En ambos días fue para él. Y antes de volver a su planeta, tuvo que abrir el rincón donde guardó la primera visión, para conservar también esta última.

Cuánta suerte trae un color, pensó. Y se hizo el propósito de agradecerle al sonriente amigo de las montañas, porque los mismos colores que orgulloso exhibe, son los que sacudieron su mente. Fueron colores que vio y sintió. No puede negar que hubiera querido ver cómo se evaporaban, pero, lo sabe, no lo merecía. Quizá haya un solsticio maravilloso para ello. Pero si no llega, su ego seguirá henchido de saber que provocó una transformación en quien parecía olvidar que vivir no es respirar.

“Mucho”, fue la respuesta.

“¿Todavía?”, fue la pregunta.

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