“La puerta está abierta”. Sólo eso dijo la mágica voz, pero fue un mensaje tan claro y tan emotivo, que le hizo apurar el paso y subir aceleradamente las escaleras hacia el rincón de los inolvidables encuentros salvajes.
Era el navegante, que volvía para soltar el ancla en el mismo pequeño puerto donde llegó una tarde después del equinoccio de Marte, para luego perderse por 15 lunas, y reaparecer otra tarde, amparado por Juno, para volver a contemplar la estrella que la primera vez creyó haber visto brillar, y que luego lo alumbraría plenamente.
Y en efecto, la puerta del puerto estaba abierta. Al empujarla no se veía sino una clara oscuridad o una oscura claridad, no lo supo bien el navegante. Guiaron sus pasos las diminutas luces de las velas que le adentraron hasta el punto donde, sonriente y misteriosa, lo esperaba la estrella.
La primera visión estelar golpeó su cerebro, removió todas sus sensaciones y estremeció sus sentidos. Lucía para él. El blanco contrastaba con la canela, y el café le ponía aún más énfasis a la canela. Blanco, blanco, café y blanco, sólo cuatro aderezos adornaban la canela y le daban un aire al tiempo candoroso, al tiempo voluptuoso.
No lo resistió el navegante. Sus ojos abarcaron cuanto pudieron, antes de que el mando de los sentidos lo tomaran sus manos, ávidas de deslizarse por el tobogán de canela, que despertó todas las fuerzas de la vida.
Y una vez despiertas, esas fuerzas son incontenibles. Edificaron con rapidez y alegría una torre rosácea que la estrella se encargó primero de arrullar, para que fuera el estandarte que debería llegar hasta la profundidad de su cielo, y luego de catar, para dotarla de la máxima suavidad.
A la estrella, él no la había visto antes así, ni la había sentido así. “La puerta está abierta”, recordó. Y por eso, recorrió todos sus rincones, se deleitó con sus sabores y provocó en ella terremotos continuos, que sólo se calmaron cuando el camino del cielo recibió un arroyo impetuoso, que a su paso atravesó sus sentidos, hizo cantar a la estrella y electrocutó al navegante.
Las diminutas luces seguían haciendo su esfuerzo por vencer a la penumbra, cuando los dos enloquecidos adoradores de la vida quedaron fusionados, contando los segundos de un reposo solemne y alegre.
Dejó el blanco y el café y optó por un atavío terrenal para bajar al planeta a acompañar al navegante a probar frutas glaciales y exquisitas, a deleitarse con ellas, mientras sus corazones retornaban a su ritmo normal.
El navegante recorre, como loco sin reposo, mares y mares, pero siempre, en algún momento vuelve a la bahía de la estrella. Para ella, lo dijo, el no es un navegante cualquiera, sino el único que rema a través de su mar. El se va, siempre se va, pero vuelve.
E incluso pueden navegar juntos, como jornadas después, cuando atravesaron la ruta de su escape, con las olas a su izquierda, el verde a su derecha, para llegar al territorio del gran río, que calentó sus almas en la alborada siguiente.
Previamente, caminaron por esas tierras y endulzaron sus gargantas, para reposar en una playa, donde las tinieblas se apoderaron de sus sentidos.
Pero antes del alba, la estrella decidió anticiparse al sol y ostentar su propia luz. Esta vez fue ella quien despertó las sensaciones y agitó las aguas, porque el navegante estaba inconsciente, en las brumas silenciosas de la oscuridad.
Después de revivirlo, hizo que él sintiera de nuevo el poder de la canela, y ella enloqueció, descubriendo sensaciones atrapadas por quinquenios. Esa locura la hizo zarpar, pero esta vez, ella al mando. La estrella desplegó sus velas e izó la bandera, dirigió la derrota y jugó con las olas, escoró hacia un nuevo canal y finalmente gritó, al dejar una estela blanca en el mar.
Y de nuevo marcharon, por caminos diferentes. Volverán a encontrarse, si los dioses son propicios. En la mente del navegante queda grabado el juego de los colores que lo recibieron, la tarde de su regreso: canela sonriente, blanco doble, canela, blanco pequeño, canela suave, café largo y blanco elegante. Y más allá, rosado de varios matices. Una visión que quiere volver a ver.
Tiene algo más para no olvidar: él es el único que recorre el cielo, y así lo dijo el canto sideral. Y será el descubridor de la nueva senda que dará más luz a la estrella. Y será el privilegiado testigo y receptor de nuevas delicias, que sólo el verá y guardará, archivadas en su alma. Pero todo eso, claro, dependerá de los designios que bajen del Olimpo.
Era el navegante, que volvía para soltar el ancla en el mismo pequeño puerto donde llegó una tarde después del equinoccio de Marte, para luego perderse por 15 lunas, y reaparecer otra tarde, amparado por Juno, para volver a contemplar la estrella que la primera vez creyó haber visto brillar, y que luego lo alumbraría plenamente.
Y en efecto, la puerta del puerto estaba abierta. Al empujarla no se veía sino una clara oscuridad o una oscura claridad, no lo supo bien el navegante. Guiaron sus pasos las diminutas luces de las velas que le adentraron hasta el punto donde, sonriente y misteriosa, lo esperaba la estrella.
La primera visión estelar golpeó su cerebro, removió todas sus sensaciones y estremeció sus sentidos. Lucía para él. El blanco contrastaba con la canela, y el café le ponía aún más énfasis a la canela. Blanco, blanco, café y blanco, sólo cuatro aderezos adornaban la canela y le daban un aire al tiempo candoroso, al tiempo voluptuoso.
No lo resistió el navegante. Sus ojos abarcaron cuanto pudieron, antes de que el mando de los sentidos lo tomaran sus manos, ávidas de deslizarse por el tobogán de canela, que despertó todas las fuerzas de la vida.
Y una vez despiertas, esas fuerzas son incontenibles. Edificaron con rapidez y alegría una torre rosácea que la estrella se encargó primero de arrullar, para que fuera el estandarte que debería llegar hasta la profundidad de su cielo, y luego de catar, para dotarla de la máxima suavidad.
A la estrella, él no la había visto antes así, ni la había sentido así. “La puerta está abierta”, recordó. Y por eso, recorrió todos sus rincones, se deleitó con sus sabores y provocó en ella terremotos continuos, que sólo se calmaron cuando el camino del cielo recibió un arroyo impetuoso, que a su paso atravesó sus sentidos, hizo cantar a la estrella y electrocutó al navegante.
Las diminutas luces seguían haciendo su esfuerzo por vencer a la penumbra, cuando los dos enloquecidos adoradores de la vida quedaron fusionados, contando los segundos de un reposo solemne y alegre.
Dejó el blanco y el café y optó por un atavío terrenal para bajar al planeta a acompañar al navegante a probar frutas glaciales y exquisitas, a deleitarse con ellas, mientras sus corazones retornaban a su ritmo normal.
El navegante recorre, como loco sin reposo, mares y mares, pero siempre, en algún momento vuelve a la bahía de la estrella. Para ella, lo dijo, el no es un navegante cualquiera, sino el único que rema a través de su mar. El se va, siempre se va, pero vuelve.
E incluso pueden navegar juntos, como jornadas después, cuando atravesaron la ruta de su escape, con las olas a su izquierda, el verde a su derecha, para llegar al territorio del gran río, que calentó sus almas en la alborada siguiente.
Previamente, caminaron por esas tierras y endulzaron sus gargantas, para reposar en una playa, donde las tinieblas se apoderaron de sus sentidos.
Pero antes del alba, la estrella decidió anticiparse al sol y ostentar su propia luz. Esta vez fue ella quien despertó las sensaciones y agitó las aguas, porque el navegante estaba inconsciente, en las brumas silenciosas de la oscuridad.
Después de revivirlo, hizo que él sintiera de nuevo el poder de la canela, y ella enloqueció, descubriendo sensaciones atrapadas por quinquenios. Esa locura la hizo zarpar, pero esta vez, ella al mando. La estrella desplegó sus velas e izó la bandera, dirigió la derrota y jugó con las olas, escoró hacia un nuevo canal y finalmente gritó, al dejar una estela blanca en el mar.
Y de nuevo marcharon, por caminos diferentes. Volverán a encontrarse, si los dioses son propicios. En la mente del navegante queda grabado el juego de los colores que lo recibieron, la tarde de su regreso: canela sonriente, blanco doble, canela, blanco pequeño, canela suave, café largo y blanco elegante. Y más allá, rosado de varios matices. Una visión que quiere volver a ver.
Tiene algo más para no olvidar: él es el único que recorre el cielo, y así lo dijo el canto sideral. Y será el descubridor de la nueva senda que dará más luz a la estrella. Y será el privilegiado testigo y receptor de nuevas delicias, que sólo el verá y guardará, archivadas en su alma. Pero todo eso, claro, dependerá de los designios que bajen del Olimpo.
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