UNA ESTRELLA EN EL CARIBE



Aún de noche. Las luces de la avenida, al fondo, indican que el alba todavía demora en llegar.

Oscuridad allá, en el horizonte; luz intensa acá, en el espacio mágico de los exploradores de esa noche. La recorrieron toda y ya están cerca de dejarla atrás, guiados por la luz que proyecta la estrella del Caribe.

Y fiel a su rol de faro nocturno, la estrella ilumina ese momento con una nueva sonrisa infantil, con un nuevo gesto de alegría que quedará grabado, como muchos otros, en el cerebro del navegante. Para él, toda la ruta que juntos recorrieron en medio de la noche es un recuerdo que nunca se borrará de su mente y será, cada vez que lo abra, la razón de una alegría íntima que acelerará su corazón.

El navegante mira a la estrella y, guiado por su luz, antes de que el sol borre la magia, se lanza de nuevo a su encuentro, inspirado por las musas y alentado por los dioses, conciente de que vivir la vida era su deber en ese momento y que el mar lo esperaba de nuevo.

Era el mismo mar que nueve horas atrás empezó a navegar, cuando la estrella llegó a su encuentro. Con sus movimientos caribeños y una expresión de felicidad que contagió el ambiente, subió al barco que la debería llevar a un puerto desconocido, confiada en que el navegante sabría el rumbo, pero segura de que si él lo perdía, ella iluminaría la noche para retomar el norte.

En la nave, la estrella deja atrás su faz mundana y adopta su verdadera esencia, protegida sólo por el pequeño y alegre color que sabía que inspiraría al navegante.



Desde la proa, brindaron por la vida y los mares, seguros de que iniciarían una travesía especial, que se instalaría por siempre en un rincón de sus corazones. Brindis rojo que no olvidarán, aunque el paso de las lunas llene de tinieblas sus recuerdos. Brindis a la noche, por ser partícipe de un instante mágico. Brindis por el mar oscuro que la estrella alumbrará. Brindis por la vida, que les permitió esta jornada inolvidable. Brindis por el Caribe, que los reunió.


El navegante guía a la estrella en los primeros momentos del viaje. Con la inspiración de la que está llena su mente esa noche, hace que a cada minuto surja un nuevo rayo de luz de la estrella. Ella se deja guiar hasta que decide que ya es hora de que juntos exploren la inmensidad de ese mar y entonces, toma el mando y muestra al navegante la ruta de la vida.


Al tomar esa ruta, ambos estremecen la tranquilidad marina, forman olas inmensas, crean una tempestad celestial y se hunden hasta el fondo del océano, para emerger de nuevo, con sus almas renovadas, los latidos al máximo, y la estrella llena de una nueva esencia vital que le da más energía a su corazón.


El tenor que los acompaña desde los aires durante su inmersión oceánica convierte su potente voz en un murmullo tranquilizador y la estrella se refugia en la noche. Para el navegante, es hora de un nuevo brindis entre él y la vida, a quien ahora debe agradecer el instante.


El barco sigue su rumbo tras haber dejado esa tempestad mágica y el navegante, luego de su brindis, descansa, seguro de que la nave no perderá el rumbo porque ahora atraviesa aguas calmadas. La ruta es segura y permite que la estrella repose. De pronto, la proximidad del nuevo día la llamó a las sombras donde ella descansaba.


Lo primero que hizo fue revisar su entorno y encontró allá, a lo lejos, una bella oscuridad, y acá, muy cerca, un navegante inquieto, deseoso de que la noche no acabara. Fue entonces cuando, sin quererlo –porque merecía más reposo- iluminó el instante y llenó de nuevo de su calor al navegante, quien acudió a su encuentro, para desatar una nueva tormenta.


Cuando ya había luz en los cielos y el mar era azul, todo hacía presagiar calma en la ruta final hacia el puerto que ya se veía en el horizonte. Eso no era aceptable para un navegante que ha tenido la guía de una estrella y, aunque ya es de día, decide quedarse con algo de la luz de la estrella. Por ello, la atrae de nuevo y, de la mano de la aurora que llegó alegre, la inunda de vitalidad y ella, a cambio, le deja para siempre un rayo de su luz.


Tanta conmoción en tan poco tiempo es mucho más de lo que la estrella imaginaba y su alma, a punto de sucumbir bajo la presión de un amanecer agitado, le exige el reposo. Ella obedece y se pierde en las nieblas del sueño, hasta que el navegante le indica que ya anclaron en el puerto y es hora de dejar la nave. Ya en tierra, la magia no los quiere dejar y les insta a recordar el momento con la complicidad de un oscuro elixir que llena de sabores y aromas sus pensamientos.


Antes de que el navegante retome su perenne viaje, vuelve a ver a la estrella en encuentros de fantasía, en otras jornadas llenas de vida. Cada día que pasa es más brillante, como si reflejara la nueva energía que la inunda.


Pero Cronos indica al viajero que es hora de levar anclas, y a la estrella que ya debe volver al firmamento. En la noche oscura, cuando el navegante deja a la estrella, un imán invisible lo lleva hacia la gran pared de los antepasados. Antes de que ésta lo devore, gira y mira por última vez en su búsqueda. No la ve. Ella sí, porque para una estrella es más fácil romper la oscuridad.


Sus cartas de navegación son diferentes. Para el navegante, el camino está iluminado porque se lleva la luz de la estrella. Ella lo acompañará desde los cielos, hasta un día aún no fijado por los dioses. Y sólo ellos, desde su lejana e implacable sabiduría, determinarán si volverán a encontrarse y cuántas lunas tendrán que ver antes de volver a desafiar otro mar.


***

LA NOCHE DE LAS MARIPOSAS




1
No hubo estrellas esa noche. Quisieron brillar pero no pudieron porque las nubes decidieron tapar la bóveda con un manto enorme y ancho, con un solo resquicio para que la luna pudiera mostrar algo de su luz. Un espacio tan pequeño que el rayo de la luna no podía ser acompañado de un brillo estelar.

Había un responsable de que la noche se poblara de estrellas. Era su tarea. Fácil, si en o alto los dioses están propicios, difícil si ellos están contrariados, imposible si en manada las nubes se confabulan para obstruirla.

Y fue imposible. Miró al cielo sin hallarlas. Las buscó sobre las más cercanas montañas sin encontrarlas, y su vista giró sorprendida hacia las otras montañas, las de más allá, las que desde lo alto miran a sus pies un río sin reposo.

No las encontró. Falló el responsable. Sintió en ese momento que su misión se derrumbaba.

Pero no. Fue una decepción momentánea porque su mente recordó que en la noche anterior las estrellas estaban ahí. Y se alegró al pensar que había cumplido su palabra, que no había fallado a su cita con la vida.

Y entonces, a pesar del lejano techo oscuro, vivió el momento como si en vez de éste tuviera el telón azul, de lejanísimas luces brillantes que 24 horas atrás saludaron a los viajeros y que, casi sin que ellos lo notaran, les acompañaban mientras atravesaban las sombras de una cadena interminable de montañas negras.

Con ese recuerdo, el responsable retrocedió su mente las 24 horas y vio el cielo como tenía que estar. No le podía exigir más estrellas, porque su misión no tenía número. Allí estaban. Y la más brillante de todas lucia imponente, muy blanca, muy visible, muy brillante, muy sonriente, muy segura de que había ayudado al cómplice de las ideas quiméricas a llevarlas a cabo.

Y él le sonrió, capturó esa imagen en su mente y se aseguró de que quedará allí por siempre, en el rincón de donde nada la podrá borrar.

Entonces, cuando el escenario estaba listo y el telón era único, el mismo cómplice corrió a buscar a la cazadora estelar para mostrarle que su objetivo estaba ahí y que su deber era ir a su encuentro. Ella fue, subió al teatro donde se presentaban, las contempló por un minuto y se fue. No les concedió más tiempo.

El cómplice no sabe si ese tiempo fue suficiente para entenderlas. Cree que no, que merecían más, pero no comprendió que la espectadora tenía su mente llena de tareas mundanas, inaplazables, urgentes, inmediatas, ineludibles, que lamentablemente invadieron su mente y desplazaron de allí a las estrellas, venidas de tan lejos a cumplirle una cita con la vida.

Cuando ella descendió del escenario improvisado, dejó atrás los astros para volver a los asuntos terrenales. El cómplice quedó solo con las estrellas, les habló, les agradeció que hubieran acudido a su encuentro y les pidió volver a la siguiente noche, con la promesa de que tendría a la cazadora estelar lista para entenderlas. No prometieron nada, porque los astros no tienen ese deber y no confían en los cambios de los vientos, ni de las lluvias, ni de las nubes, ni de los humanos.

A la nueva noche, él volvió al escenario e hizo que la cazadora le acompañara. Ya no estaban las estrellas. Pero la tristeza momentánea dio paso a la alegría íntima de saber que a la cita original sí habían ido. Y el cómplice de las quimeras sonrió solo, sintió el abrazo de la vida, alzó su copa y brindó por el instante en que la cita se cumplió, su corazón recibió el brillo de las mil luces de la noche anterior y le habló a su alma con palabras que nadie oyó.

Tuvo dos oportunidades para realizar la reunión estelar. Eso fue más de lo que pensaba. En la primera, el cielo brilló, y él, preocupado por que la cazadora lo viviera, olvidó que cada oportunidad es única. En la segunda, ya no brilló el cielo y, asustado por un minuto, se alegró durante muchos otros porque las estrellas sí le habían cumplido. Lo hicieron en la primera oportunidad. La segunda ya no era obligación de ellas.

2
Al desandar el camino de las montañas antes negras, ahora verdes, el cómplice sintió que su tarea estuvo hecha, pero que la cazadora no estuvo atenta al milagro de las alturas y, por eso, no pudo atrapar ninguna de las estrellas. Y es que tenía que cazar al menos una para que su corazón se llenara de la fuerza impactante de la vida y que su alma se inundara de la luz que abre el camino para los terremotos inolvidables. Empero, no fue un error de la cazadora. Las circunstancias no estaban dadas para que ella atrapara una de las estrellas. Su alma se ha ido llenando de armas para defenderse contra el ataque de la oscuridad y ésa es su prioridad. Quería ver las estrellas, pero nunca pensó en atrapar una, porque de nada le serviría en la construcción de su muralla, porque con una estrella en la mano se ganan fuerza y luz, pero momentáneas. La muralla de la cazadora exige materiales de más resistencia y mayor duración.

Pero como el responsable de la cita con la vida no sabía eso, no lo entendió sino cuando en medio de la catarata nocturna y sin fin de los cielos rotos, reflexionó en lo que había sucedido y descifró su significado.

Rebobinó en su mente las dos noches. En la primera, cuando el cielo obedeció a los dioses, obsesionado en cumplir el sueño que le fue encomendado, tuvo un olvido imperdonable: también debió atrapar una estrella y no lo hizo. La disculpa con la que se consoló era que no podía tocar los adornos del cielo porque esa labor correspondía a la cazadora. Era cierto, sí, pero debió hacerlo. Y como no lo hizo, no descontroló la mente de la cazadora, empeñada como siempre, en cumplirle a la tierra, no a los cielos. Él debió sacudirle la mente, romper ese paradigma de hierro que la absorbe y hacerla pensar en nuevas rutas para el cerebro, en caminos sinuosos y desafiantes con ascensos y descensos, no en autopistas planas de aburrido transcurrir. No lo hizo. Y en consecuencia, el cómplice la esperó en vano. A su encuentro sólo llegó el tañedor, un criminal que rompió todos los sueños y los esparció por las calles vacías.

En la segunda noche, la del firmamento oscuro, ya no había cómo atrapar una estrella. No importaba, porque la misión estaba cumplida y eso era lo importante para el cómplice.

Estaba tan satisfecho de su trabajo que ya no había en su mente lugar para la misma espera.

Pero ningún cómplice es tan inteligente como para evitar que la vida lo estrelle contra un mar de sensaciones y el barco en el que navegaba tranquilamente esa noche, fue sacudido por una tempestad que sólo percibió cuando naufragó en ese mar y éste lo lanzó al refugio secreto de la cazadora. Ella también vivió la tempestad y fue sacudida por rayos de energía vital, pero no se dejó abatir por las olas.

Si ella hubiera atrapado una estrella, una sola, recuerda el cómplice bajo la lluvia
inacabable, habría desafiado la tempestad y se habría sumergido en el mar, segura de que en su fondo encontraría un terremoto que la sacudiría totalmente y de que con su propia energía daría paso a un río torrentoso que precedería a una laguna de aguas tranquilas. Pero como no tenía ninguna estrella, la cazadora no tuvo como enfrentar a las mariposas que la invadieron. Eran pocas al principio, cientos después, y miles cuando la noche ya era avanzada. Eran rojas todas, amigas sí, pero al tiempo barreras contra el desafío máximo de la existencia.

Y los dioses saben que esas mariposas sólo se pueden vencer cuando una cazadora ha cazado una estrella.

3
Es de día otra vez.

Al amanecer, derrotado por las mariposas, el cómplice mira desde el balcón el espectáculo que la naturaleza le regala y ve cómo la niebla sube, incontenible, desde el profundo abismo del río hasta más arriba de las cimas de las montañas. Es un camino que él no pudo hacer.

Es la hora de la reflexión. Y de pronto, cuando una nube veloz abre el gran telón verde, lo entiende: su misión al llegar a este rincón oriental no era luchar contra las mariposas, sino aportar un grano de arena a la alegría de la vida. Su tarea era ésa y nada más.

***