1
No hubo estrellas esa noche. Quisieron brillar pero no pudieron porque las nubes decidieron tapar la bóveda con un manto enorme y ancho, con un solo resquicio para que la luna pudiera mostrar algo de su luz. Un espacio tan pequeño que el rayo de la luna no podía ser acompañado de un brillo estelar.
Había un responsable de que la noche se poblara de estrellas. Era su tarea. Fácil, si en o alto los dioses están propicios, difícil si ellos están contrariados, imposible si en manada las nubes se confabulan para obstruirla.
Y fue imposible. Miró al cielo sin hallarlas. Las buscó sobre las más cercanas montañas sin encontrarlas, y su vista giró sorprendida hacia las otras montañas, las de más allá, las que desde lo alto miran a sus pies un río sin reposo.
No las encontró. Falló el responsable. Sintió en ese momento que su misión se derrumbaba.
Pero no. Fue una decepción momentánea porque su mente recordó que en la noche anterior las estrellas estaban ahí. Y se alegró al pensar que había cumplido su palabra, que no había fallado a su cita con la vida.
Y entonces, a pesar del lejano techo oscuro, vivió el momento como si en vez de éste tuviera el telón azul, de lejanísimas luces brillantes que 24 horas atrás saludaron a los viajeros y que, casi sin que ellos lo notaran, les acompañaban mientras atravesaban las sombras de una cadena interminable de montañas negras.
Con ese recuerdo, el responsable retrocedió su mente las 24 horas y vio el cielo como tenía que estar. No le podía exigir más estrellas, porque su misión no tenía número. Allí estaban. Y la más brillante de todas lucia imponente, muy blanca, muy visible, muy brillante, muy sonriente, muy segura de que había ayudado al cómplice de las ideas quiméricas a llevarlas a cabo.
Y él le sonrió, capturó esa imagen en su mente y se aseguró de que quedará allí por siempre, en el rincón de donde nada la podrá borrar.
Entonces, cuando el escenario estaba listo y el telón era único, el mismo cómplice corrió a buscar a la cazadora estelar para mostrarle que su objetivo estaba ahí y que su deber era ir a su encuentro. Ella fue, subió al teatro donde se presentaban, las contempló por un minuto y se fue. No les concedió más tiempo.
El cómplice no sabe si ese tiempo fue suficiente para entenderlas. Cree que no, que merecían más, pero no comprendió que la espectadora tenía su mente llena de tareas mundanas, inaplazables, urgentes, inmediatas, ineludibles, que lamentablemente invadieron su mente y desplazaron de allí a las estrellas, venidas de tan lejos a cumplirle una cita con la vida.
Cuando ella descendió del escenario improvisado, dejó atrás los astros para volver a los asuntos terrenales. El cómplice quedó solo con las estrellas, les habló, les agradeció que hubieran acudido a su encuentro y les pidió volver a la siguiente noche, con la promesa de que tendría a la cazadora estelar lista para entenderlas. No prometieron nada, porque los astros no tienen ese deber y no confían en los cambios de los vientos, ni de las lluvias, ni de las nubes, ni de los humanos.
A la nueva noche, él volvió al escenario e hizo que la cazadora le acompañara. Ya no estaban las estrellas. Pero la tristeza momentánea dio paso a la alegría íntima de saber que a la cita original sí habían ido. Y el cómplice de las quimeras sonrió solo, sintió el abrazo de la vida, alzó su copa y brindó por el instante en que la cita se cumplió, su corazón recibió el brillo de las mil luces de la noche anterior y le habló a su alma con palabras que nadie oyó.
Tuvo dos oportunidades para realizar la reunión estelar. Eso fue más de lo que pensaba. En la primera, el cielo brilló, y él, preocupado por que la cazadora lo viviera, olvidó que cada oportunidad es única. En la segunda, ya no brilló el cielo y, asustado por un minuto, se alegró durante muchos otros porque las estrellas sí le habían cumplido. Lo hicieron en la primera oportunidad. La segunda ya no era obligación de ellas.
2
Al desandar el camino de las montañas antes negras, ahora verdes, el cómplice sintió que su tarea estuvo hecha, pero que la cazadora no estuvo atenta al milagro de las alturas y, por eso, no pudo atrapar ninguna de las estrellas. Y es que tenía que cazar al menos una para que su corazón se llenara de la fuerza impactante de la vida y que su alma se inundara de la luz que abre el camino para los terremotos inolvidables. Empero, no fue un error de la cazadora. Las circunstancias no estaban dadas para que ella atrapara una de las estrellas. Su alma se ha ido llenando de armas para defenderse contra el ataque de la oscuridad y ésa es su prioridad. Quería ver las estrellas, pero nunca pensó en atrapar una, porque de nada le serviría en la construcción de su muralla, porque con una estrella en la mano se ganan fuerza y luz, pero momentáneas. La muralla de la cazadora exige materiales de más resistencia y mayor duración.
Pero como el responsable de la cita con la vida no sabía eso, no lo entendió sino cuando en medio de la catarata nocturna y sin fin de los cielos rotos, reflexionó en lo que había sucedido y descifró su significado.
Rebobinó en su mente las dos noches. En la primera, cuando el cielo obedeció a los dioses, obsesionado en cumplir el sueño que le fue encomendado, tuvo un olvido imperdonable: también debió atrapar una estrella y no lo hizo. La disculpa con la que se consoló era que no podía tocar los adornos del cielo porque esa labor correspondía a la cazadora. Era cierto, sí, pero debió hacerlo. Y como no lo hizo, no descontroló la mente de la cazadora, empeñada como siempre, en cumplirle a la tierra, no a los cielos. Él debió sacudirle la mente, romper ese paradigma de hierro que la absorbe y hacerla pensar en nuevas rutas para el cerebro, en caminos sinuosos y desafiantes con ascensos y descensos, no en autopistas planas de aburrido transcurrir. No lo hizo. Y en consecuencia, el cómplice la esperó en vano. A su encuentro sólo llegó el tañedor, un criminal que rompió todos los sueños y los esparció por las calles vacías.
En la segunda noche, la del firmamento oscuro, ya no había cómo atrapar una estrella. No importaba, porque la misión estaba cumplida y eso era lo importante para el cómplice.
Estaba tan satisfecho de su trabajo que ya no había en su mente lugar para la misma espera.
Pero ningún cómplice es tan inteligente como para evitar que la vida lo estrelle contra un mar de sensaciones y el barco en el que navegaba tranquilamente esa noche, fue sacudido por una tempestad que sólo percibió cuando naufragó en ese mar y éste lo lanzó al refugio secreto de la cazadora. Ella también vivió la tempestad y fue sacudida por rayos de energía vital, pero no se dejó abatir por las olas.
Si ella hubiera atrapado una estrella, una sola, recuerda el cómplice bajo la lluvia inacabable, habría desafiado la tempestad y se habría sumergido en el mar, segura de que en su fondo encontraría un terremoto que la sacudiría totalmente y de que con su propia energía daría paso a un río torrentoso que precedería a una laguna de aguas tranquilas. Pero como no tenía ninguna estrella, la cazadora no tuvo como enfrentar a las mariposas que la invadieron. Eran pocas al principio, cientos después, y miles cuando la noche ya era avanzada. Eran rojas todas, amigas sí, pero al tiempo barreras contra el desafío máximo de la existencia.
Y los dioses saben que esas mariposas sólo se pueden vencer cuando una cazadora ha cazado una estrella.
3
Es de día otra vez.
Al amanecer, derrotado por las mariposas, el cómplice mira desde el balcón el espectáculo que la naturaleza le regala y ve cómo la niebla sube, incontenible, desde el profundo abismo del río hasta más arriba de las cimas de las montañas. Es un camino que él no pudo hacer.
Es la hora de la reflexión. Y de pronto, cuando una nube veloz abre el gran telón verde, lo entiende: su misión al llegar a este rincón oriental no era luchar contra las mariposas, sino aportar un grano de arena a la alegría de la vida. Su tarea era ésa y nada más.
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